SOBRE LA MARCHA: Inocencio

Al pobre Inocencio se le fue la cabeza, según se rumoreaba por todo el pueblo después de su muerte. Una muerte repentina y poco explicable si no fuera porque era Inocencio y de él, se hubiera podido esperar todo o casi todo o cualquier cosa. Esa enfermedad corta le retuvo en vida muy poquito tiempo. Los más viejos del lugar decían que el mal que le llevó a la muerte, no era otra cosa que lo que engendró su madre de ese padre tan deshumanizado que tuvo, calificativo que era un verdadero eufemismo ya que fue durante toda su vida una mala persona y consiguió que le tuvieran tanta inquina que le mataron con un ensañamiento que ni en tiempos de la guerra se recordaba aquello. Eso sí, nadie supo quién lo hizo. Se llegó a decir que eran gentes de otros sitios, de lugares lejanos y a nadie sorprendió estas afirmaciones a tenor de lo que todo el mundo pensaba de él no sin razón. A su muerte hubo un suspiro de alivio generalizado en todo el pueblo. Las gentes asistieron a su entierro no tanto para dar las condolencias a la familia si no para cerciorarse de que estaba muerto y bien muerto y que quedaba enterrado y bien enterrado: hasta la última paletada de Eufemiano el enterrador, nadie quiso moverse del cementerio y nadie dejó de mirar ese trozo de tierra por si pasaba algo inexplicable a todas luces. Tal era el pánico que había entre las gentes del lugar y de más allá de su término municipal. El cura tuvo que enfrentarse a los miedos de las más beatas y asustadizas personas y calmar sus temores de una resurrección inminente y explicaba que solo Jesucristo había resucitado entre los muertos al tercer día. Y ante sus palabras de alivio terminaba inquietando más a los feligreses con frases hechas que siempre se empleaban en esos casos “que el Señor lo tenga en su gloria” y “descanse en paz”, cosa que levantaba murmullos y alguna que otra voz quejumbrosa que temerosa suspiraba y entre dientes rogaba a Dios que procurara no encontrársele en la hora de su muerte y de camino a la eternidad. Ninguna de las dos cosas las querían las gentes para el finado. Y llegaban esas quejas a aquellos que se reunían en el bar para tomar el café y echar la partida de dominó o de cartas, increpaban al cura diciéndole que no tenía ni idea de lo que hablaba y que tan mala muerte como tuvo, le deseaban que en la otra vida, si de verdad la había, no parara la eternidad de castigarle. No se le volvió a ocurrir al bueno del cura, por otra parte, poco dado al riesgo a desairar a las gentes del pueblo y menos cuando el sentimiento estaba a tan a flor de piel y solo dependiendo de quién muriera se atrevía a desearle un descanso eterno estupendo, como Dios mandaba. Nadie volvió a hablar de ese tema ni de la manera de morir. Aquél que yacía tranquilamente en la caja y que su abuela con el sentido de la realidad perdida, creía felizmente dormidito, daba las gracias a todo el pueblo por haberse volcado ante su gran pérdida aunque decía que el pobre no había tenido mucha suerte en su vida. Muerto el perro se acabó la rabia y lo único que dejó fue un hijo no demasiado desarrollado intelectualmente pero incapaz de hacerle daño a una mosca o eso parecía y que ahora en el pequeño tanatorio del pueblo yacía en la misma piedra que su padre…
Tuvo que haber algo, tuvo que haber algo más para que el simple hecho de la concepción natural de ese niño que se llamaría a la postre Inocencio, no fuera realmente una confabulación entre los padres y la madre naturaleza y por esa misma razón de su poderío en una masculinidad tan pronunciada. Tal vez para equilibrar sus atributos fue necesario que en su cerebro solo se desarrollaran unos instintos más primarios puestos por sus padres mientras la madre naturaleza le dotaba con un apéndice cavernoso más grande de lo habitual, entendiendo como habitual la media estudiada por los expertos. Y debido a que fue nacido como todos los del pueblo en la casa y habiendo asistido al parto toda la comunidad de mujeres del lugar ya que la madre y debido a que su marido era una persona conocida por su crueldad con ella y con las demás personas, las mujeres se hicieron fuerte en la casa de la parturienta y de ahí que todas las mujeres vieran aquel prodigio de la naturaleza para algunas o de aquella anormalidad para otras, cuando salió del cuerpo de su madre y se mostró delante de todas ellas con aquel pedazo de monstruo que tenía entre las piernas y que seguro le iba a ser difícil esconder entre los pañales ahora, o entre los pantalones cuando desarrollara decían unas y otras respondían pero ¿aún es posible mayor desarrollo? Muchos de nuestros presuntuosos maridos querrían tener uno como esos, o la mitad respondía otra. Y se echaban a reír y alguna contestaba y tú que sabes de lo de los demás y se hacía un silencio de segundos roto por otra explosión de risas. Aquél nacimiento trajo cola nunca mejor dicho en el pueblo que falta le hacía una pequeña alegría aunque no fuera para ninguna de ellas…
Inocencio creció y empezó a desarrollarse no con muchas luces, más bien con muchas sombras y las gentes se inquietaban por ver si había sacado algún gen malvado de su padre…pero él estaba a otra cosa a darle gusto a aquello que tenía más desarrollado tanto así que empezó a poner nombres de personas en los condones que empezó a usar conforme iba madurando. Los compraba o no, los usaba y les iba dando un nombre. Él los llamaba restos de Inocencio. Lo que nadie sabía es que esta manía suya surgía de los años en que los hombres ponían verde a su padre llenándole de insultos y que él se sentía despreciado por esos hombres que nunca había hecho nada más que sonreírles con la cara de imbécil como le decían que tenía. Algo debió de ocurrirle tal vez incluso en su servicio militar o bien que allí le surgió la idea, o tal vez alguien se la proporcionó al verle desnudo, que en el cuartel fueron todos. Desde entonces los fue guardando uno a uno en pequeñas cajas de colores con sus respectivos nombres atados a unas cuerdas. Logró tener centenares de ellas en su larga vida y a veces cuando llevaba más de dos tintos, miraba con sorna a los paisanos cuando se dirigían a él y en no pocas ocasiones parecía apiadarse de ellos.
A su muerte se supo todo y mirando sus cosas, los nombres también tenían apellidos y al margen de las muchas actrices conocidas del cine y del teatro americanas y españolas, se sabía que nunca habían podido estar con él por lo menos físicamente aunque tal vez sí con sus historias amorosas imaginarias, porque nunca había salido del pueblo o de sus alrededores. Pero las mujeres y los hombres del pueblo, porque de todo había, se asustaron. No podían imaginarse que estuvieran colgados de una etiqueta con los restos de aquello, sus nombres o los de sus mujeres e hijas o hijos…solo pensar que pudieran estar puestos al otro lado de la caja del delito sobrecogía a la más pintada y pulcra de las señoras y al más pintado y pulcro de los señores porque el hecho de ser del todo inocente, no dejaba de sembrar una pequeña duda ante toda la población. Nadie podía presumir de su inocencia delante de nadie. Se llegó a pensar que era una venganza del malvado de su padre desde el más allá. Pasaron años hasta que volvió la calma a todos los hogares maldecidos ¿por el padre de Inocencio?...Pero la mancha profunda es difícil de quitar y mucho peor las dudas en todos los habitantes de aquel pequeño pueblo. Muchos de ellos para poder soportar vivir, decidieron marcharse a otros lugares lejos de aquel lugar…Aunque lo más verosímil era creerse que fruto de esa imaginación que a veces desarrollaba, él mismo se aliviaba y jugaba a poner nombres sin llegar a entender lo comprometido de las cosas que hacía. Nunca llegó a quedar claro de dónde sacó tanto material y tanta materia, cosa que también creaba una duda bastante razonable a tenor de las pocas posibilidades del ahora finado…No hubo más remedio que soportar esa situación que a todo el mundo comprometía. Ver el nombre propio o el de su mujer o su hija en una especie de etiqueta anudada a unos restos de lo que se suponía, era algo, tenía un límite de lo que una persona era capaz de soportar. Su ilusión y su imaginación desmedida llegaba a tal extremo que se inventó esa especie de juego y que aquello no era más que un depósito de cualquier sustancia cogida al azar. Sólo eso, tan sólo eso. Era lo más fácil de asumir y por otro lado lo más verosímil y así se aceptó de común acuerdo declarar el caso cerrado sin más especulaciones, sin más análisis, ni más historias. Solo el juego morboso de un perturbado. Eso sosegó a la parte del pueblo que pudo aguantar seguir viviendo junto a las personas que, a lo mejor, habían utilizado los servicios de un ser genéticamente imperfecto. Pero nunca nadie dijo nada…       


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