SOBRE LAMARCHA: En Guadix con el tatarabuelo

Enseguida, en cuanto llegó y puso los pies en el suelo de lo que hubiera podido ser su tierra natal y de lo que había sido la tierra de sus antepasados, exhaló un suspiro de alivio como si durante todo el camino desde Madrid hubiera aguantado la respiración. Respiró tres veces tomando fuertes, excesivas, bocanadas de aire lugareño, volvió a exhalar por tres veces y una vez hecha esta operación dio un gran grito de júbilo con los puños apretados mirando al cielo. A muchos paseantes les hizo girar sus cabezas y a los que estaban más cercanos, un respingo de susto. Todo su cuerpo quedó impregnado de ancestros como si hubieran venido a darle la bienvenida y de paso, alguna que otra reprimenda cariñosa por su tardanza en visitarlos. Sintió ganas, una vez que quedó libre de las bolsas de viaje, limpio de sudor con una buena ducha y lleno el buche con las primeras viandas lugareñas en el primer bar que se encontró justo en la misma plaza dónde se hospedaba, de visitar los sitios que había leído una y otra vez en el periódico semanal que había fundado su tatarabuelo, José Requena Espinar en el último cuarto del siglo diecinueve. A pesar del tiempo transcurrido, más de un siglo, o a lo mejor por esa razón y como si de una guía turística actual se tratase, no tenía duda alguna de que la mayoría de aquellos sitios debían de seguir en pie. Su desaparición no entraba en su cabeza. Su valor histórico no era cuestionable. Pero en ese viaje no iba buscando eso, sino hacer realidad la cantidad de historias que arrastraban sus calles y casas, sus parques y rincones y de las que había oído contar a la familia tantas y tantas veces. “No se te olvide pasar por donde la pipera Fita en la plaza de las palomas, que ya la pobre no estará porque era algo mayor que nosotras, pero que seguramente alguno de sus hijos se habrá quedado con el negocio. Y por supuesto no dejes de ver por fuera y por dentro, que no se te va a pegar nada, la catedral. Bueno - estiraba los brazos todo lo que podía como para abarcar o abrazar las piedras de la catedral – a nosotras, tan pequeñas como éramos, nos parecía tan grande todo aquello como la de la mismísima capital, que solo habíamos visto en fotos postales de las que se hacían antes. ¡Dios mío! cuántos golpes en las rodillas nos habremos dado con los cantos de los reclinatorios y cuántas veces nos habremos desollado por las piedras del suelo correteando por los pasillos en plena misa, con esos ecos secos que producían nuestros gritos"... Pero lo que sin lugar a dudas quería y casi había sido el motivo del viaje era la visita a la tumba de su tatarabuelo muerto en la primera década del siglo veinte. Había visto su nicho en internet a través de un blog que alguien, no anónima pero sí desconocida, había colgado y que le había abierto las ganas de ir a ese cementerio y presentar sus respetos a ese trozo de piedra y nada, que debía de ser después de un siglo. Pero para él era como un símbolo, como la única explicación de tanta cabezonería de andar jugando con las palabras sometiéndolas a sacrificios tal vez del todo innecesarios desde su más tierna infancia. En fin algo que nunca había hecho antes, ya no por los allegados conocidos contemporáneos que a esa edad no eran pocos los que iban llenando los agujeros, si no por sus propias creencias de que en definitiva no es nuestro cuerpo lo que queda cuando deja de respirar. Su idea de inmortalidad, de la resurrección de los muertos y la vida eterna, le sonaba muy lejano, a curia mala, tanto o más, que la fecha del fallecimiento de su tatarabuelo. Decía que le había tomado un cariño especial pues no paraba de leer todo lo que había escrito en su, seguramente pequeño semanario para una, por aquél entonces, pequeña localidad de la sierra granadina. Pero lo que sin duda sentía era una obsesión exacerbada aunque bien fundamentada por conocer algo más de sí mismo: El Accitano se llamaba. Lo que sin duda le parecía lo más curioso del tema es que nunca había estado menos de acuerdo con alguien en su concepción de la vida, en su sentido espiritual, pero seguro que su tatarabuelo y él hubieran pasado grandes veladas juntos, al lado de la lumbre, con un vaso de vino en la mano escuchando durante largas horas las palabras de un hombre sabio, sobre lo divino y lo humano, que de todo sabía ese gran señor…

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