SOBRE LA MARCHA: Me desorienté
Se pone a ver la televisión nada más
levantarse de la cama y una vez ingerido ávidamente el desayuno. Con gran
precisión después de muchos ensayos diarios, deja su cuerpo caer en el sillón,
estira las piernas y ahí se queda inmóvil, como aletargado, como tratando de
hacer de esa pequeña estancia, de ese pequeño habitáculo, un lugar permanente,
casi eterno. No le quedan fuerzas a pesar de haberse levantado descansado. No
tiene ni ganas de alargar el brazo para coger el mando a distancia de la
televisión. La noche la recuerda mal. Pesadilla tras pesadilla, sin tregua, sin
descanso, como si todas las pesadillas del mundo durmiente se hubieran dedicado
a aplastar su cerebro descolocando su cuerpo, descoyuntando todas sus ideas. A
pesar de todo, se ha levantado descansado. Como si se hubieran puesto de acuerdo
todas las pesadillas de todos los seres humanos que aquella misma noche y en
ese mismo momento, dormían como él y le hubieran aplastado como si de una
apisonadora se tratase. Y todo eso a pesar de haberse levantado descansado. No
quería moverse, sólo quería que el tiempo pasara, no le importaba que lo
hiciera despacio, pero que pasara sin sensaciones que le llegaran a
desesperarse. Posiblemente a su mente solo le quedaba espacio para pensar en el
futuro más próximo, no más allá de unas pocas horas, las suficientes como para
poder reponerse y recomponerse. Nunca se había sentido tan descansado. Y sin
embargo tampoco nunca se había sentido tan mal. Necesitaba centrarse en un
único pensamiento, en un único momento y en un único espacio de tiempo. Quería
trasladarse a la tarde noche que pasó con Adela, pero es como si su mente se
negara a aceptarlo. Toda la conversación que mantuvo, todos los sentimientos
que le brotaron, todo lo que tuvo que escuchar y no quería. Lo que debía de
aceptar y no quería, porque ese verbo nunca había sido unos de sus preferidos.
No era su forma, su método. El deber tenía que ir íntimamente ligado al querer casi
como una obligatoriedad. Él tenía que razonar para entender y tenía que
entender para aceptar. Pero en la tesitura de la tarde noche con Adela ni
aceptó, porque no entendió, ni tan siquiera entendió el porqué de sus razones. Dudó
si hubo razones suficientes como para que pudiera entenderlo. Tan sólo sucedió,
sin más vueltas, sin más complicaciones, sin más dobleces y sólo había que
aceptar eso. A veces sin razones las cosas suceden. En ocasiones es el azar el
que te inmoviliza o el que te mueve, el que te lleva o te trae, el que te
cambia. Tan sólo unas palabras pueden hacer cambiar un pensamiento, tan solo
una actitud puede desencadenar una incomprensión, tan solo una incomprensión
puede acabar en un cataclismo. Pero aquella tarde noche con Adela hubo más que
unas pocas palabras hubo muchas palabras, tal vez demasiadas palabras sin
razones suficientes, demasiadas palabras complicadas, pero vacías de contenido,
sin fuerza, muy flojas. Adela guapa como ella era, entró en el café donde
habíamos quedado para charlar de lo nuestro, de todo lo nuestro a una hora, a
la hora que siempre llegaba yo a casa y ella me esperaba. A una hora que
llamábamos la hora mágica, porque era nuestro momento después de un largo día.
Era la hora que ella propuso para vernos como tratando de dar continuidad a un
espacio que ya no existía. Y apareció tan guapa, tan bien vestida, tan
sutilmente maquillada y perfumada. Y yo aparecí de oficina, como había salido de
casa por la mañana, después de mi jornada laboral. Camisa blanca, corbata azul
y el traje que tocaba esa semana: justo como a ella no le gustaba…Me
desorienté.
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