SOBRE LA MARCHA: Padrepaco

I

La suerte de Padrepaco era tener a Casina como nieta. Y no es que necesariamente tuviera que entrar en discusión con Madrepepa gustándole lo que a ella no le gustaba o queriendo a quién ella no quería. Era solo que tenía un sentimiento tan fuerte hacia esa niña, que era su nieta, a priori tan débil pero que a él le parecía como tan diferente en su forma de ser, tan intensa en su mirada y en su manera de actuar, que le parecía la niña más sería, más inteligente y la más bonita, de cuantos nietos tenía. Perfecta decía él en el paroxismo de una buena jugada de dominó con sus amigos. Entraba en contradicción abiertamente con Madrepepa. Pero a él y a esas alturas ya le daba lo mismo cómo se pusiera Madrepepa con él o lo que le dijera o hiciera. Él confesaba abiertamente y siempre de cara a quien estuviera, su debilidad por Casina y no le importaba decirlo donde fuera en el bar tomándose el café con los amigos y jugando al dominó, o en una reunión familiar si salía el tema. Aún a sabiendas insisto, de que Madrepepa después se lo fuera a recriminar y que posiblemente le dejara de hablar una temporada. Padrepaco no hacía demasiado caso ya a Madrepepa. Se podía decir que era ya el único que no le hacía ni caso. Llevaban el tiempo suficiente como para ser uno como el otro: oler igual, sentir igual y pensar igual, pero no, eran antagónicos, la noche y el día, la reencarnación de lo bueno y lo malo hecho personas. Decía con cierto sarcasmo que quería ser él, el primero en marcharse de este mundo, pero para no tener que aguantar los chismorreos que se iba a llevar una vez muerta, Madrepepa. Era consciente que no era del agrado de casi nadie y que solo alguna persona que le tenía tomada la medida se hacía con sus simpatías.
A Casina sí le emocionaba ver a su abuelo. Porque ya de momento y a escondidas cuando se la llevaba al campo en su borrico le decía que cuando estuvieran solos como un secreto le llamara abuelo que le hacía mucha ilusión oírselo decir a mi nieta favorita. Y le daba un abrazo y Casina se quedaba enganchada a su cintura y podía olerle a tierra a veces mojada a veces seca, y otras olía a puerros, apio o lo que tuviera plantado, y Casina era feliz de verse querida por su abuelo. Y siempre acababa saltándosele las lágrimas porque ella sí sentía el calor y el amor de su abuelo y eso a ella le hacía bien en el alma. No hubiera aguantado en esa casona tan andaluza verse a solas con la gente que no la quería. Su abuelo sí. Incluía claro está a tíos y primos que no sabía por qué extraña razón tampoco era querida por ninguno de ellos. Como si la influencia de Madrepepa, para ellos su abuela, fuera tan fuerte que bajo su casa no era posible una complicidad entre primos y que además se extendía a la calle como si un hilo condujera cara voz de cada primo cada pensamiento de cada tío manejado por las expertas manos de Madrepepa. Pero con mi abuelo sí que había complicidad y de la buena. Me encantaba montarme en su borrico. Le veía su espalda aún fuerte tirando del borrico a la vez que hacía unas cosas muy raras con la boca y le salía como un silbido y un chasquido con la lengua para animar al burro a caminar y a que tuviera cuidado que iba su nieta. Yo no sabía qué era ser una amazona pero me sentía como tal. Tengo que confesar que a mí me parecía incluso mucho más fuerte que papa, que su hijo vamos. A veces, de pura felicidad le oía canturrear, como si fuera feliz tirando del burro y tirando de mí su nieta preferida. Yo le quería con locura, con una locura que me llagaba muy dentro. Cuando hacía muy mal tiempo entonces esos paseos los cambiaban por veladas enfrente de la chimenea viendo transformarse las llamas en posturas infinitas y con movimientos imposibles y con los cascos puestos para escuchar música, quedaba como embriagada, de tal manera que era todo para mí perfecto mi abuelo, las llamas, la música y yo. Y además mi abuelo me quería y me lo hacía notar. Me acariciaba con su enorme mano mi cabeza y yo se la cogía para verla de cerca y me parecía la mano perfecta. Mano llena de surcos como si la tierra se la hubiera labrado en una suerte de juego perfecto. La mano de mi abuelo una huella indeleble en mi vida.

II
Calidez, candor, cálido...Cándido, ese hubiera sido el nombre más adecuado para Padrepaco. Era cálido, candoroso y cauteloso. Pero el adjetivo que lo calificaba era cándido y era la palabra que siempre andaba buscando delante de los amigos Casina, cuando salía el tema de conversación de su Padrepaco, sobre todo en las primeras jornadas de la ciudad una vez que el pueblo se había quedado tan atrás como un recuerdo del año pasado o del anterior y el fresquito de Madrid se empezaba notar. Siempre había alguien que preguntaba por él y es que en todo el barrio parecían conocerle y la realidad era que solamente había pisado la capital una sola vez y el barrio tan solo unas pocas horas, porque el resto se lo pasó en el velorio de su pobre hermano, que hacía mucho tiempo que no veía y que en aquella ocasión le tenía que ver de cuerpo presente y sin decir ya ná el pobre con lo que le gustaba hablar, y sacaba una sonrisa maliciosa de esa murmuración en sordina. Y en ese recuerdo y en otros muchos, contemplando sus restos la memoria le sacaba una sonrisa más a Padrepaco y Madrepepa, que siempre estaba pendiente de él como si fuera un niño mal educado al que los padres tienen que prestarle continua atención para que no haga alguna y les avergüence. Así estaba siempre Madrepepa con Padrepaco, hombre bueno donde los hubiera. Y en ese momento, de diversión en el recuerdo, cuando el silencio solo era roto por algún gimoteo o llanto escandaloso de algún familiar o conocido que se acercaba a darle el pésame a la viuda, o alguna oración bisbiseada desde alguna de las sillas puestas al efecto y con la misma mujer mayor u otras como figurantes de luto riguroso, con la cabeza agachada y con un pañuelo envuelto para que los pelos no se le vinieran a la cara. Madrepepa, como digo, le arrancaba a la realidad asestándole por debajo de la silla justo en la espinilla una patada muy digna de un mal deportista y le hacía saltar de dolor y las lágrimas brotadas, se mezclaban con el dolor de la pérdida, por su puesto y así parecía como si sintiera la pérdida pero el dolor le venía de mucho más abajo. Esa espinillas machacadas por Madrepepa. Pues eso que Padrepaco conoció Madrid en esas circunstancias y para asistir al entierro de su hermano, muerto, como siempre él decía, sin que le viniera bien a nadie, como casi todas las muertes. Cándido. Le tenían que haber puesto Cándido, le pegaba más. Nunca un nombre hubiera estado mejor pegado a un cuerpo y a un carácter que para el Padrepaco, llamarse Cándido. Era un tipo muy especial pero tampoco era una palabra que lo definiera. Sin duda era cándido su palabra.

III
Removió la tierra con sus manos y acabó cubriendo sus uñas de un polvo espeso casi barro, como siempre habían sido esas tierras y como Casina las recordaba desde pequeña, cuando ayudaba a su abuelo a recoger lo que producía el huerto: poca cosa casi nada como decía de carrerilla él, cuando se encontraba a algún paisano por el camino y le preguntaba. Nunca se había dejado crecer las uñas porque siempre le habían enseñado que era un almacén de virus y bichos del demonio a miles a millares y ella se miraba las uñas y no podía llegar a creer que en esas uñas tan pequeñas cupieran los millares de bichos que le decían y pensaba en las manos y las uñas de Padrepaco y se las quedaba mirando a ver si podía ver alguno de esos bichos, virus o lo que fuera que tanta lata le daba a Madrepepa y sobre todo cuando íbamos a comer. La verdad es que sentía cada vez más aprensión a la porquería que se alojaba entre las uñas y se lavaba con bastante frecuencia las manos y usaba un cepillo pequeño que para ella era muy grande pero que para las manos de Padrepaco no le cabía más que un dedo en el asa que tenía encima de las cerdas y sin embargo a ella se le colaba toda la mano. Le gustaba ver cómo se lavaba las manos Padrepaco porque de unas manos arrugadas y un tanto sucias de las labores del campo en un momento y haciendo un juego de manos con el jabón y el cepillo, lleno de espuma y desprendiendo un olor a vainilla, le quedaban las manos más limpias que hubiera visto jamás y ella quería tenerlas siempre así de limpias como cuando se las limpiaba Padrepaco. Parecía que le brillaban. Lo cierto es que viniera o no de su infancia, a Casina nunca le gustó llevarlas muy largas nunca había aguantado que sus uñas asomaran o le sobresalieran unos ligeros milímetros de la carne de la yema de sus dedos. Por eso ahora solo el sentir sus dedos llenos como de polvo amarillento en toda sus manos y con las uñas especialmente largas a comparación, le traían los recuerdos de los malos bichos que siempre le habían estado rondando a Madrepepa por su cabeza. La pobre no tuvo tiempo de descansar esa parte de su cuerpo solo cuando murió el resto en sus últimos años sí descansaron sus huesos y sus músculos tal vez más de la cuenta, no así como digo, su cabeza que siempre andaba barruntando alguna cosa y que siempre le caía al pobre Padrepaco.

IV

Él, Padrepaco, apoyó sus codos en la mesa recién recogida por Madrepepa que no tardaba, ni un minuto en comer, ni dos en recogerlo todo. Decía plato vacío encima de la mesa, plato terminado, plato recogido. Apura el vino que me lo llevo, achuchaba a Padrepaco y el achuchado Padrepaco se bebía casi a disgusto ese culin del último sorbo: el mejor decía él. Terminaba con el trapo húmedo en la mano pasando por el hule después de recoger con su mano las miajas y algún resto de comida que siempre se le caía a Padrepaco y consecuentemente la murmuración en forma de queja de Madrepepa: siempre igual Paco no tienes cuidado, cucha como lo pones siempre todo, parece que te sobra. Apretaba mucho la mano e iba juntándolas hasta que las reunía en la esquina y las depositaba en la otra mano que estaba preparada en el extremo de la mesa con la palma abierta dispuesta a recogerlo todo. Luego salía al patio donde le estaban esperando ansiosas las gallinas que con una gran algarabía y levantando un polvo blanquecino y espeso, esperaban su ración de comida. Mira grita con mucha sorna a padre Paco para que lo oyera. Míralas como saben que ahora les toca comer a ellas. Son más listas que muchas personas. ¿Verdad Paco? Pero personas bien cercanas ¿Verdad Paco? De la familia diría yo. ¿Verdad Paco? Y con una sonrisa que casi era un ensayo de sonrisa por las pocas veces que lo practicaba, entraba otra vez en la cocina. Era su diversión tan solo para meterse, con cariño eso sí, con su marido. Y dejaba esas palabras que se le resbalara entre sus labios, entre sus dientes o entre su boca dependiendo del acento que necesitara emplear para darle el tonillo que ella deseaba...había adquirido la habilidad, ya de niña, de imitar los modos de hablar de distintos lugares, oyendo a la familia mayoritariamente emigrantes de todas partes de España y mucho más allá decía y que en la época estival se dejaban caer por allí para ver a la familia y que a todos ellos se les notaba el acento distinto...Una vez acodado, Padrepaco extendió sus manos y apoyó suavemente sus mejillas y se dejó envolver por una paz una vez que todo se calmó. Esa postura no muy cómoda, la había adquirido después de años comiendo en esa misma mesa, en ese mismo hule y con su cuerpo cada vez más cansado del trabajo de la tierra. Madrepepa ya se había sentado en su silla de dormir favorita para echarse unas cabezadas, las gallinas ya habían comido suficiente aunque seguían voraces picoteando por acá y por allá, el polvo había quedado posado en cualquier sitio a la espera de otro revuelo y ahora sí. Padrepaco iba en busca de su siesta, que bien por costumbre, bien por cansancio o por la caló que caía a esas horas, era lo único que humanamente se podía hacer. Además él hubiera cambiado la comida por su momento sublime, su descanso tan ansiado. Nunca había sido de mucho comer. El sueño lentamente se iba apoderando de él como cada día de toda su vida...

Comentarios

  1. Vaya rollo, cada dia escribes cosas menos interesantes

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  2. Las gallinas de Madrepepa27 de julio de 2014, 20:18

    Padrepaco, no se te ocurra cambiar nunca la comida por tu momento sublime. Nos va en ello nuestra ración de miajas.

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