SOBRE LA MARCHA: A ese le conocí yo
EL TUTOR
Canturreaba
por los pasillos aún a sabiendas de que a su Tutor, no le gustaba nada (a él le daba igual), que sus pupilos, como llamaba a todos sus alumnos, destacaran demasiado no siendo en sus buenos modales: Exigencia importante para la vida. Y en sus estudios: Importante para su futuro. Pero la realidad y debido a su complejo de inferioridad, que cada vez se agudizaba más, era que no quería protagonismo, ni para bien ni para mal. Prefería que pasaran desapercibidos
por donde fuera que estuvieran y por su puesto esa máxima valía para dentro del centro, como para fuera. Y eso de ir chiflando como cualquier golfo de la calle le
ponía enfermo. Golfos de los de siempre, de los de toda la vida con nombres cambiados en el devenir de la historia, pícaros, chulos, vividores, golfos. Y que a lo largo de los años tan solo se habían cambiado de prenda de vestir. De los harapos y muertos de hambre que la vida les agudizaba el ingenio para poder subsistir, hasta los trajeados, los que usaban sus artes para hacer lo mismo, pero con perfume y guantes blancos. Consideraba que había invertido muchas horas, nunca suficientes, en tratar de pulir a esos pequeños monstruos descerebrados
que no habían salido casi del cascarón y que ahora, ya por fin en sus manos, no
le gustaba desaprovechar la oportunidad de demostrarse a sí mismo que era un maestro, un gran maestro y no, lo que le consideraban en la
congregación: un frailecillo del montón. ¡Menudos cabrones! Pensaba. Pero él
había adquirido una confianza en sí mismo que le permitía no sentirse tan herido como cuando empezó. Desbordado por las habladurías de su pueblo natal y maldito, de su familia sin carácter, manipulada por las gentes, por la religión, en general y por el cura en particular, por el trío manipulador de las familias más poderosas del pueblo, que a muchos paisanos con malas artes, les habían convencido para ponerles en nuestra contra. En contra de nuestra familia y acababan claudicando y convencidos que el muchacho les había salido muy rarito. Había adquirido experiencia y mala leche para lidiar con sus propios alumnos y con muchos de sus compañeros de congregación. Fue ganando confianza en sí mismo hasta tal punto que su ego se le disparó. No podía compartir con nadie las ganas que tenía de acariciar a esos pequeños,
de hacerles un revoltijo en el pelo para pasarles seguidamente un peine metálico de púas duras que siempre guardaba en uno de sus bolsillos y que hacía daño en el cráneo y nos disgustaba que lo hiciera y se lo hacíamos saber con un aspaviento de molestia. Después de pasar el peine por algunos de nuestros cabellos tan llenos de vida, tan fuertes, tan sucios no paraba de jalearse esbozando una sonrisa pensando en la suerte de que todo chaval que
hubiera caído en sus manos habría salido limpio de toda
impureza, de todo vicio adquirido hasta ese mismo momento en la calle, pozo
infeccioso del mal, donde lo hubiera. Ya lo creo que sí y su única satisfacción
era que Dios, su Dios, se lo llegara a reconocer algún día, con una señal que esperaba recibir. Ya, el estar con los niños para él era una señal inequívoca de que Dios le quería ahí y no en ninguna otra parte. Por eso luchaba contra todo aquél que quisiera deshacerse de él mandándole al retiro de los mayores. Allá, fuera de la gran ciudad lleno de gente más mayor, de árboles, de ruidos, de pájaros, tan solo para morir solo tan solo como había vivido. Que los demás no le quisieran, le traía
completamente sin cuidado. Nada más lejos de su forma de ser. Tan solo viendo la manera, el modo, la forma de dirigirse uno de
los suyos a alguien, se sentía orgulloso y solo ese
sentimiento o esa sensación le llenaba tanto de felicidad, que el resto le era
superfluo le era del todo ajeno. No le importaba en absoluto. Así era nuestro tutor. Tanto mal aprendimos de él, sin que nos diéramos casi cuenta, tanto mal a todos los que le tuvimos a sus cuidados extremos. tanto mal que muchos no lograron salir adelante.
Canturreaba por los pasillos o silbaba tan fuerte como le daban sus pulmones. Julio se hacía notar por donde pasaba. No era el pupilo del cual se sintiera el padre Tutor más orgulloso pero también conocía sus antecedentes y no eran de los mejores que andaban por el internado. Tal vez con Julio era más permisivo con su preferido. Conocía bien a su madre. Había sido una novia de juventud, la única que tuvo y que le dejó tan marcado cuando le dejó, que no se pensó dos veces profesar y coger los votos en la congregación que tanto presumía de castidad, de pobreza y de obediencia. Tal vez por esa confianza de haber sido novia en tiempos lejanos, era lo que con desparpajo y provocación le decía María la madre de Julio cuando la llamaba el tutor para ponerla al corriente de la fechorías y su falta de progreso en los estudios de su Julito tan bueno para ella tan penoso para él, tan aclamado por alguno de nosotros, tan imposible para otros muchos. Julio Rincón de Vera, así se llamaba el muchacho, rubio de rasgos aniñados y con unos ojos que engañaban a cualquiera menos al tutor, que llevaba años de experiencia y que no se dejaba engañar por unos pucheros bien estudiados, ni con unos ojitos claros de corderito mamantón. Muchos ojos vistos: demasiados.
Canturreaba por los pasillos o silbaba tan fuerte como le daban sus pulmones. Julio se hacía notar por donde pasaba. No era el pupilo del cual se sintiera el padre Tutor más orgulloso pero también conocía sus antecedentes y no eran de los mejores que andaban por el internado. Tal vez con Julio era más permisivo con su preferido. Conocía bien a su madre. Había sido una novia de juventud, la única que tuvo y que le dejó tan marcado cuando le dejó, que no se pensó dos veces profesar y coger los votos en la congregación que tanto presumía de castidad, de pobreza y de obediencia. Tal vez por esa confianza de haber sido novia en tiempos lejanos, era lo que con desparpajo y provocación le decía María la madre de Julio cuando la llamaba el tutor para ponerla al corriente de la fechorías y su falta de progreso en los estudios de su Julito tan bueno para ella tan penoso para él, tan aclamado por alguno de nosotros, tan imposible para otros muchos. Julio Rincón de Vera, así se llamaba el muchacho, rubio de rasgos aniñados y con unos ojos que engañaban a cualquiera menos al tutor, que llevaba años de experiencia y que no se dejaba engañar por unos pucheros bien estudiados, ni con unos ojitos claros de corderito mamantón. Muchos ojos vistos: demasiados.
Pasillos largos, desnudos y fríos. camarillas llenas de sueños inconclusos, de sentimientos encontrados, de dudas no resueltas, de desnudas sensaciones, de sexo descubierto, de decepciones, de pústulas levantadas y reconstruidas con mercurocromo. Pasillos excesivos llenos de caminantes murmuradores negros, con rezos murmurados negros, llenos de negras provocaciones. llenos negros giros sorpresivos tan solo por el gusto de descubrir caras culpables, caras atemorizadas. Algún incauto haciendo algún gesto interrumpido por el terror de esos pasos acercándose, de ese castigo inmediato lleno de dolor y al momento pasos alejándose y de nuevo pasos acercándose; pasos, pasos, pasos. Murmullo de rezo rancio, de bocas rancias, de cuerpos rancios. Recuerdos, malos recuerdos. Todo de espaldas al orante.
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